El pájaro lobo

Esta semana os traigo un videocuento. En el cole de mi hija están trabajando en un proyecto sobre la figura del lobo. Cada año suele haber un encuentro con los padres y se cuentan cuentos sobre lobos pero en esta ocasión, por culpa de la pandemia, se ha propuesto que los padres que así lo deseen envíen por correo los vídeos, que se pondrán luego en clase.

Ojo a la gorra…

De modo que ahí voy, grabando mi primer vídeo de este tipo, todo de un tirón. Se nota mi naturaleza de novato en la calidad de la imagen, en los gestos que hago y hasta en el accidente que tengo a mitad de grabación. No voy a corregirlo porque lo que importa es la intención y también porque, al fin y al cabo, el público objetivo son niños de cuatro años, que podrían hasta echarse unas risillas.

Por lo demás, el cuento es mío. Soy consciente de que tiene algunas reminiscencias a otras historias, como El patito feo o Bambi, aunque se basa en un personaje que se me ocurrió durante una de esas largas tardes de columpios y tobogán. Quizás algún día lo ponga negro sobre blanco. Con un poco de suerte las editoriales se pelearán por la historia y se publicará un libro de esos con papel chulo e ilustraciones de autor.

@DisneySpain, espabila, que me lo quitan de las manos.

Día del libro

siempre que oigo la palabra pistola echo mano a mi libro

Guillermo Cabrera Infante

Paul Auster

One should never understimate the power of books.

Paul Auster

Nada irrita más que los libros

Thomas Bernhard

Irse de Twitter

Esta semana ha saltado la noticia de que Ada Colau, alcaldesa de Barcelona, abandonaba Twitter. Ha dado sus razones, que algunos han considerado contradictorias con su discurso y posición anteriores. El caso es que yo mismo llevaba tiempo queriendo escribir una entrada explicando las razones que me llevaron a dejar las redes sociales y el blog hace casi cinco años, con lo que la noticia en cuestión me lo ha puesto en bandeja.

No dejé las redes sociales y el blog de golpe. Si no recuerdo mal, primero fue Facebook y después Twitter y, finalmente, WordPress. Llegué a pensar en desinstalar WhatsApp del móvil, porque sentía que tantas ventanas y aplicaciones me distraían de la realidad, la seccionaban y herían. Tanta fragmentación me resultaba un incordio no solo para escribir, sino también para vivir.

Además, en los últimos años he sufrido grandes evoluciones: desde el estado civil a la situación laboral, pasando por una reducción del círculo de amistades. Sentía que debía protegerme de las críticas que de manera explícita o velada llegaban a mí, más concretamente por la manera en que he cumplido mi sueño de ser padre. No estaba preparado para oír según qué cosas, para leer según qué cosas, y menos aún desde cuentas o perfiles que hasta ese momento había considerado cómplices. No solo estaba cambiando yo, también lo estaba haciendo la sociedad, cada vez más radicalizada e intolerante.

Los cangrejos, cuando nos sentimos agredidos, nos escondemos bajo el caparazón. Eso he hecho durante estos años: dedicarme a mí y a los míos (sobre todo a mi hija), aprender, consolidar mi puesto de trabajo, recuperar la autoestima y el hábito de escribir.

Y, ahora, una vez que ha pasado la tormenta, empiezo casi desde cero, sin seguidores pero con el espíritu renovado, ave fénix. Eso sí, con los compañeros de viaje justos, los que siempre han estado ahí, los que siempre estarán. Como dice mi comadre, @AngelaBelotto, yo solo quiero amigos militantes.

Decía Soto Ivars que no había que fiarse de quien anunciaba a los cuatro vientos que se iba de las redes sociales, como no hacemos con nosotros mismos cuando todavía de resaca juramos y perjuramos que jamás volveremos a probar una gota de alcohol. Yo, a diferencia de Colau, me fui sin publicidad, sin pausas dramáticas ni portazos.

Y estoy aquí otra vez, abierto al mundo. Preparado para decir.

_Retahílas_

Escribir solamente sobre aquellas obras que te apasionan puede resultar agradable, pero muestra poco criterio. Lo cierto es que, en este aprendizaje peculiar de autores clásicos en el que me he enfrascado, me ha tocado leer una obra de Carmen Martín GaiteRetahílas. Y tengo que decir que la he terminado, que no me ha disgustado del todo, pero que tampoco he disfrutado leyéndola.

Si tengo que destacar algo de la novela es que no esperaba un estilo tan personal, una estructura tan original. La historia la van tejiendo (nunca mejor dicho) dos hermanos que se van alternando para contar, de una manera algo caótica —imitando el fluir de conciencia o, en este caso, los vericuetos por los que nos conduce la conversación— la historia de su familia, los secretos y mentiras que existen en toda familia que se precie. Hasta ahí bien. Martín Gaite demuestra una maestría indudable en la narración sin apenas pausa que propone el libro; por otra parte, la profusión de detalles hace que no sea difícil de meterte en la historia, créertela, ver los lugares por donde pululan los protagonistas, la abuela enferma, el padre, la madre y el personaje más atractivo: esa hermanastra que apenas hablaba con los protagonistas y que se quedó, como alma en pena, como niña loba en la gran mansión donde ocurren todas las pequeñas cosas.

El problema de la novela soy yo. Mi falta de interés. Entiendo que está escrita a finales de los años 70 del siglo pasado. Entiendo que entonces había pocos sustitutivos para la lectura como opciones de entretenimiento. Entiendo que las imágenes no estaban tan en la sopa como hoy (y, en consecuencia, todo tenía que estar más descrito, para hacer visible la historia), pero para un lector actual la obra ofrece escaso valor como historia, como argumento. Parece que la autora se puso el objetivo de narrar una historia (cualquier historia, esta por ejemplo) así, con este juego de voces tan complicado de lograr. Por desgracia, yo no consigo sumergirme en la historia y olvidarme de la forma; en todo momento soy consciente de esa labor ingente que realizó la escritora y creo que no debe ser ese el objetivo del escritor.

A la escritura, como a los trajes, es mejor que no se le vean las costuras.

Ejemplar que leí

Ayuno

Escribir en ayunas. Deambular alrededor de la máquina de escribir con un vacío en el estómago. Las palabras, ausentes; las ideas, esquivas. Acercarme sigiloso a la máquina de ruidos, ávido y hambriento y apurado, en esta mañana apenas día que disimula tras los cristales. Escribir voraz. Escribir «voraz». Ponerme ahora sí a los mandos, como un piloto con hambre, como un suicida con hambre, ante un teclado vetusto que huele a pan caliente o café recién hecho, que sabe a vigilia. Empujar, una a una, las teclas, ordenadamente desordenadas, ordenadamente desordenado, cada vez más ungido y urgido por las ganas, esa desazón acumulada tras horas de sueño e íncubos insoportables. Marcar el papel con la impronta de mi hambre, dejar mi huella de animal omnívoro, desayunarlo, matar mi ayuno, descarado, loco, zombi. Y ser consciente de que con este acto se produce un milagro: que al vaciarme estoy llenándome, que al verterme me recojo.

Listo para emprender el día (que ya no duda) me levanto, saciado, de la silla.

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