Dicen que cayó del cielo. La estrella más brillante cayó del cielo hace hoy cincuenta y nueve años. Dicen eso, y también que, en sus estertores, el astro caído iluminó unas partículas flotantes, invisibles hasta entonces para la humanidad. Fue tanta la admiración y la sorpresa por poder ver aquellas finas motas de paraíso, que los hombres no pudieron evitar pronunciar palabras nuevas, realmente nuevas, nuevas de verdad. Y se crearon de este modo combinaciones imposibles de sonidos que fueron entretejiendo un conjuro de amor. Los ríos comenzaron a llevar un agua distinta, más pura y reluciente, agua que llegó a los lugares más inaccesibles, bañó lo antes yermo, alivió la histórica sed, la histérica sed. Las flores brotaron de los tejados, de las sotanas y de las fraguas. Se vieron pájaros irisados atravesar las nubes y hasta abrirlas con su aleteo mágico. Una tormenta de belleza se hizo presente: los truenos sonaron a beso, el rayo hizo cosquillas y el relámpago fue un bautizo de champán.
Sucedió hace hoy, justo, cincuenta y nueve años. Pero nadie lo recuerda. No aparece en los libros ni se publicó en los diarios… y es normal. Porque hace hoy, justo, cincuenta y nueve años sucedió algo que lo eclipsó todo, algo aún más hermoso y definitivo: nació mi madre.