Nuestra Cai nació el 18 de septiembre de 2012.
Habíamos pasado por la perrera en busca de una perrita pequeña; mientras nos decidíamos, aparecieron Cai y su hermana en la página web de la protectora Apasos. A priori, nos parecía más bonita la hermana. Pero, luego, cuando fuimos a conocerla a la casa en la que se hallaba de acogida, la hermana se escondió tras el sofá; en cambio, Cai nos buscaba, queriendo jugar con nosotros. Nos eligió.
Era negra, blanca y color café con leche.
Tras unos días, fue Sergio a recogerla a la perrera. Se la trajo en una caja de cartón. Fueron inseparables desde ese momento.




De nombre le pusimos Cai Cayetana Sancón de Escoriaza. Cai por Cádiz; Cayetana, por darle un toque aristocrático; Sancón, por Sán-chez y Con-de; Escoriaza, porque así se llama el pueblo donde se ubicaba la casa de acogida.
Si no lo corregíamos a tiempo, aquí en el País Vasco escribían Kai o Kay. Pero, no, era Cai. Nos dio la idea mi prima M.ª Carmen, una tarde que tomábamos el sol en Zahora, nuestra playa favorita.
De pequeña, Cai tenía ansiedad por separación. Montaba el espectáculo cada vez que nos íbamos. Menos mal que teníamos confianza con los vecinos, que nos contaban lo de sus lloros.
Aunque lo fue superando con el tiempo, siempre fue muy escandalosa: cuando tocaban el timbre o nos encontrábamos a alguien que llevábamos tiempo sin ver. Una y otra vez lloriqueaba con su voz de soprano, lo cual resultaba a la vez irritante y encantador.
Con los meses, decidimos operarla para que no criara.
Así, cuando tenía que haberle llegado la primera regla, tuvo una crisis. Fue descorcentante. Vomitaba, tenía diarrea, no podía mantenerse en pie. La llevamos de urgencia a la veterinaria. Me vine tan abajo que me dieron vértigos. Vértigos de tratar.
Fue la primera vez, pero no la última.
La veterinaria Ana Barajuan, y todo se equipo de Pets, consiguieron dar con el diagnóstico y, así le salvaron la vida. Cai tenía síndrome de Addison. Es una enfermedad rara, originada en las glándulas suprarrenales, que la acompañaría siempre.



La buena noticia era que con medicación podíamos darle una vida más o menos normal.
Al principio tomaba fludrocortisona en pastillas (Astonín), cada doce horas. Según tuviera los niveles de sodio, cloro y potasio, se ajustaba la dosis. Cuando los niveles estaban normales, la vida de la perra también era normal. Cuando se le desajustaban, podía sobrevenir una crisis y, eventualmente, la muerte.
El desajuste podía desencadenarlo el estrés u otra enfermedad. En uno de esos desajustes empezamos a darle estilsona, también dos veces al día. La dosis de la estilsona también había que regularla.
Hasta que tuvimos una de confianza, las farmacias nos miraban raro cuando les pedíamos estilsona. El verano pasado, en Barbate, ni nos la querían vender.
Al ser una enfermedad hormonal, tenía cambios de humor muy bruscos. De broma, decíamos que la perra estaba «zumbada». Lo mismo te sacaba los dientes que te daba un lametazo: era una perra con personalidad.



Entre otras lindezas, le decíamos «Chumina», «Chumina marinera» e, incluso, «Chumina marinera de la bahía». Tonterías nuestras.
Lo que más le pirraba era comer. Había que reñirle cuando abríamos la puerta del lavavajillas, porque ella se acercaba a ver si podía rebañar algo de comida de los platos sucios.
Creemos que no era una cuestión de hambre, sino de ansiedad, provocada por la medicación.
Los tratamientos costaban un ojo de la cara. Una vez tuvo una crisis provocada por un riñón defectuoso (que hubo que extirparle) y entre operación, análisis, ecografías y tratamiento ambulatorio nos gastamos casi mil euros.
Pero Cai salió de aquella. Con un riñón solo, pero salió.
A partir de entonces, la clínica nos ofreció una tarifa plana, por ser nosotros.
Por ser nuestra Cai.
Pasados los años se aprobó un medicamento (Zycortal) que podía sustituir a las pastillas. Se trataba de un pinchazo de desoxicorticosterona pivalato, administrado cada 25 días. Fue una buena noticia, aunque implicaba visitas constantes a la clínica veterinaria.
Cuando nos íbamos de vacaciones, nos llevábamos la jeringuilla para pincharle nosotros. Es decir, Sergio.
Aparte de las crisis addisonianas, hace poco más de un año le extirpamos un tumor benigno, que no le afectó a los niveles de estrés, por fortuna.
En la veterinaria se portaba muy bien. Trataba de evitar que entráramos, pero una vez dentro estaba sumisa como nunca: las doctoras no podían creerse que fuera tan macarra en la calle.
Bueno, tengo que reconocer que a una de las veterinarias le mordió en el fragor de una operación, la muy gentucilla. Pocas veces más ha mordido. Controlaba bastante; como mucho te marcaba, jugando.
A mí me encantaba hacerle rabiar. Se ponía histérica cuando levantabas la chancla o cuando movías la mano por debajo de la manta.
Era muy nerviosa, tal vez por su raza (era mestiza, pero tenía bastante de ratonero o bodeguero andaluz).
En cualquier caso, al ser pequeña, no necesitaba demasiado ejercicio. Pero le dábamos paseos largos. Me encantaba pasearla por Vitoria, muchas veces aprovechando para llamar por teléfono a familiares y amigos.
En Barbate, era Sergio y mi madre quienes la llevaban al amanecer a andar frente a la playa. Los aguantaba sin problema.
En un movimiento tonto, saliendo del portal, se rompió un hueso de la rodilla. Como no podía tomar casi nada (porque podía interferir con su tratamiento habitual), hubo que curarla con fisioterapia.
A los seis meses se lesionó la otra rodilla, lo cual al parecer es muy común. Otra vez rayos cada 15 días.
Unas doce sesiones por pata.
El fisio era muy majo, se llamaba Aitor.
Por desgracia, como se puede observar, hablar de Cai es también hablar de veterinarios.
Pero tuvo una vida feliz.
De normal estaba tranquila. Decíamos que en casa parecía un gato.



Cuando hacía sol, se salía a la terraza y ponía los ojillos oscuros como entornados.
Tenía varios juguetes, de distinto tamaño, aunque su favorito era un muñeco con forma de ardilla. Cuando llegaba a casa lo cogía y se ponía a mordisquearlo, moviendo el cuello de un lado a otro, hasta que se cansaba.
Unos amigos le regalaron una vez uno que pitaba mucho con forma de patatas fritas del McDonalds. Siguen siendo nuestros amigos, pero menos.
De pequeña, a Cai le gustaba subirse a la parte superior del sofá. En general, siempre le ha gustado subirse al sofá. A veces no le dejábamos, pero la mayoría de las veces, sí.
Nos pusimos más en serio con la disciplina cuando contratamos a un educador, Pedro, en una época en la que nuestra Cai estaba más susceptible de lo normal. Nadie dijo que fuera a ser fácil…
Fueron diez sesiones de una hora y la perra mejoró. Aunque tampoco eran posible los milagros, puesto que ya no era un cachorro.
Por supuesto, la habíamos mimado.
Le dábamos las sobras del yogur, la corteza de las pizzas, las últimas patatas de la bolsa. Pequeños manjares para su cuerpecillo de cristal.
El adiestrador nos enseñó que debíamos tener un juguete escondido y sacarlo solo cuando nosotros quisiéramos. Se volvía loca con la cuerda naranja del nudo naranja. Aún la tengo en el armario del salón.
Nos enseñó también a llevarla con un collar de pinchos, para que no tirara tanto por la calle. Daba pena, pero acabó acostumbrándose. Más adelante, lo cambiamos por otro de ahogo, que no daba tan buenos resultados.




Lo que no se le quitó fue lo de ladrar a todo lo que le llamaba la atención.
Le llamaban la atención los perros con formas muy marcadas: sus blancos preferidos eran los dálmatas, los bóxer y los galgos.
Le llamaban la atención las personas de otras razas.
Le llamaban la atención los barrenderos.
Le llamaban la atención las mujeres con grandes paraguas.
En cambio, a los niños no les hacía mucho caso.
Al menos, a nuestra hija no le cogió celos.
Cuando llegamos a casa con la niña, antes dimos una vuelta a la manzana con Cai, para que se conocieran.
De alguna manera, he sido padre gracias a Cai. Fue al cuidarla cuando se puso enferma por primera vez, cuando me nació el instinto paternal.
Fueron bonitos los paseos en los que llevabas a la niña en el carrito con una mano y la correa de Cai con la otra.
Tener un perro es aprender a dar paseos.
Y aprender a estar siempre alerta, como la Patrulla Canina.
En una fiesta de cumpleaños de Sergio, Cai se zampó un foie que habíamos traído de París (del viaje de nuestro décimo aniversario de novios): lo único que nos habían dejado pasar en la cabina del avión.
Siempre se apostaba en el sitio preciso para robarnos el currusco de pan, el trozo de queso, cualquier alimento que estuviera a su alcance.
Una vez le dimos un langostino y lo escupió.
Pero, en lo que respecta a la comida, era poco delicada.
Ponía muecas cuando le dábamos sopa caliente.
Que conste que cuidábamos su alimentación; era importante para salvaguardar su único riñón y para que no engordara.
Le dábamos Hill´s Metabolic. Un vaso al día. Lo comprábamos más barato en Zooplus, gracias a los amigos que nos regalaron el muñeco que pitaba. Por eso les perdonamos.
De adulta, pesó siempre entre 9.7 y 12.6. En los últimos años se mantuvo en un peso ideal, entre los diez y los once kilos.
Saber el peso era imprescindible para calcular las dosis de todos los medicamentos que tomaba.
Al andar era bastante elegante, teniendo en cuenta que era solo una perra mestiza.
No le gustaba mancharse las patitas, evitaba los charcos.
No le gustaba la playa o el pantano, pero sí la nieve, sobre la que daba carreras increíbles.



En un parque del Casco Viejo, se asustó con un pastor alemán. Le cogió miedo a otros perros.
También le asustaban los disfraces. En Halloween y en Carnaval era divertido comprobar cómo se escaqueaba, disimulando, si nos veía con un sombrero, un traje fosforito o la cara pintada.
En otro parque, el del Norte, se me perdió una tarde. Estaba jugando con otro perro, cuando una bici se cayó a su lado. Los perros se alborotaron y la nuestra salió disparada. Estuve buscándola con lágrimas en los ojos y no la encontré. Me dio por llamar a mi vecina Isa, quien afortunadamente se la encontró sentada frente a la puerta de la calle, con los ojos tan húmedos como los míos.
Años después, en el parque de Aranbizkarra, se me escapó una vez más en dirección a la carretera, en busca de comida.
Se quedó en otro susto, pero esa fue la última vez que la llevé suelta.
Chumina tozuda y superviviente, siempre en la cuerda floja.
Era un chucho, no una perra de revista. No tenía pedigrí. En los últimos años hasta se le cayeron cuatro o cinco colmillos.
Se llevaba mejor con las personas que con los perros. En eso, había salido a mí.
Pero era muy lista. No la llevábamos mucho a la huerta, porque siempre se las ingeniaba para comer lo que no debía: excrementos, restos de las barbacoas que dejaban nuestros colegas horticultores…
De hecho, una coña que teníamos nuestra hija y yo era: Cai es muy guapa… bueno, no, no es guapa, pero es simpática… bueno, no, tampoco es simpática… pero lista sí es.
Mi padre decía que si alguna vez se quedaba sola en el campo, no se iba a morir de hambre.
Le querían mucho mis padres a la perra, a pesar de su cáracter. El de Cai, quiero decir.
Si lograbas abstraerte de esos primeros segundos de locura, cuando ladraba y gruñía como si no hubiera un mañana, presa de su raza y de su enfermedad crónica, acababas disfrutando enormemente de su compañía.
De su lealtad.
Recorrió la Península Ibérica en todos los coches que hemos tenido. Puedo ver su cara atenta sin perdernos ojo, a través del retrovisor.
En Vitoria, nos acompañó en dos pisos de alquiler y en el que tenemos ahora en propiedad. Apenas soltaba pelo, tan limpia ella, tan señora.




Muy pocas veces nos separamos de ella, porque su genio y tratamiento continuo hacían difícil que alguien se hiciera cargo, pero cuando hizo falta la familia y los amigos cercanos estuvieron ahí.
La querían mucho todos. Me consta. Me lo están demostrando ahora.
Su fragilidad nerviosa despertaba ternura.
Murió ayer, el lunes 24 de octubre de 2022, nuestra Cai.
Hoy era incinerada. Nos dieron un molde de escayola con la forma de su patita, la misma en la que le hacíamos cosquillas.
Qué absurdo.
Quizás haya llegado el momento de hacerme un tatuaje.
