Escribir en ayunas. Deambular alrededor de la máquina de escribir con un vacío en el estómago. Las palabras, ausentes; las ideas, esquivas. Acercarme sigiloso a la máquina de ruidos, ávido y hambriento y apurado, en esta mañana apenas día que disimula tras los cristales. Escribir voraz. Escribir «voraz». Ponerme ahora sí a los mandos, como un piloto con hambre, como un suicida con hambre, ante un teclado vetusto que huele a pan caliente o café recién hecho, que sabe a vigilia. Empujar, una a una, las teclas, ordenadamente desordenadas, ordenadamente desordenado, cada vez más ungido y urgido por las ganas, esa desazón acumulada tras horas de sueño e íncubos insoportables. Marcar el papel con la impronta de mi hambre, dejar mi huella de animal omnívoro, desayunarlo, matar mi ayuno, descarado, loco, zombi. Y ser consciente de que con este acto se produce un milagro: que al vaciarme estoy llenándome, que al verterme me recojo.
Listo para emprender el día (que ya no duda) me levanto, saciado, de la silla.