No sé por qué escribo teatro. Debería retroceder en mi memoria (y no soy muy bueno en ello) para buscar la razón que un día me hizo coger una libreta e irme a Salou para escribir mi primera obra de teatro a la vez que vivía mi juventud.
Puede haber influido las veces que de adolescente asistí en Almansa al Regio o al Principal, casi siempre con mis tíos Carlos y Cristi. No recuerdo ninguna obra en concreto, pero asistí a varias funciones de teatro aficionado o de grandes conocidos como el Brujo o Yllana. Ahí puede estar la razón.
Aunque también puede estar entre los bastidores del salón de actos en el que ensayábamos y estrenábamos obras en el Colegio Mayor Ysabel la Católica, de Granada. O años antes, en esa versión de Bajarse al moro que estrenamos con el objetivo de recaudar fondos para construir pozos en África. ¿Qué fue antes, el huevo o la gallina? ¿Me aficioné a escribir teatro por mis pinitos como actor o de mis pinitos como autor porque ya me había picado el gusanillo de escribir teatro? Difícil respuesta.
Lo cierto es que son ya dos obras de teatro las que he escrito: la primera, para demostrarme a mí mismo que podía hacerlo; la segunda, un encargo al que no podía decir no.
Cuando escribes un poema o un cuento, apenas tienes la oportunidad de observar el efecto de tus palabras en la gente. En cambio, con el teatro, puedes convertirte en espectador de tus espectadores. Y no tiene precio.
Y me gusta. Me gusta sentir que el público se ríe en los momentos cómicos. Me encanta espiar a su silencio, a las palabras que inventé (que sentí) y que un actor moldea, cambia, precisa y hasta a veces confunde, después de que otra voz y otro corazón (los del director) hayan interpretado mis ideas.
Quede este espacio como recuerdo de las obras que he tenido la inquietud de escribir y la suerte de ver estrenadas; también como repositorio de las ideas en las que ande trabajando.