Esta semana he disfrutado de mi penúltima sauna finlandesa. No he faltado a la cita ni una sola semana desde que me quité la venda de la muñeca. Probablemente sea esta una de las cosas que más eche de menos cuando vuelva a España.
El caso es que esta última vez coincidí con un un finés cuyo padre, según me comentó, estaba haciendo estos días el Camino de Santiago. No sé cuál fue la secuencia exacta de acontecimientos, o quizás debería decir de palabras, pero lo cierto es que al poco tiempo estábamos enzarzados en una profunda conversación sobre el ateismo, el agnosticismo y la fe. En ese momento, la sensación era la de estar viviendo una escena de película, de estar protagonizándola más bien: dos desconocidos, desnudos, hablando sobre cuestiones tan etéreas, en un paisaje de maderos perfectos y piedras exhalando vapor.
Hay momentos en que sabes que estás en medio de una situación inusual. Te dices a ti mismo: «Esto es surrealista». Y también sonríes. Al llegar a casa, sin embargo, me di cuenta de que esa sensación es totalmente subjetiva. No estoy acostumbrado a las conversaciones profundas en la sauna… simplemente porque no estoy acostumbrado a la sauna. A buen seguro, aquel finés de padre peregrino habrá tenido conversaciones mucho más esperpénticas en la sauna. Y las habrá sudado mecánicamente, sin más divagación, antes de pasar por la ducha.