Ahora soy invisible. A sus ojos, lo soy, porque no me miran. Y eso tiene su ventaja: me ha sido concedido el don de observarles, de apreciar sin ningún tipo de interrupción cómo actúan, cómo evolucionan, cómo son. La chica que en primero estaba gordita y miraba siempre con timidez iba esta mañana por estos pasillos cuasivacíos, de fin de curso; sigue gordita pero, a diferencia de entonces, hay en sus ojos un algo seguro, unas chispas como de enamorada. Y yo creo que ama a otra chica. Ella pasa sin darse cuenta (porque soy invisible) de que yo puedo apreciar su madurez sobrevenida.
Mi alumno de este año también ha cambiado. La primera vez que lo tuve delante era un niño, casi, todavía, con el cuerpecito delgado y los ojos abiertos sobre cada cosa que se cruzaba por su camino, con los ojos abiertos también sobre mí, porque entonces creo que sí me miraba, y hasta me admiraba, qué sé yo por qué razón. Ha pasado el tiempo y descubro cómo ha cogido algo de peso y, sobre todo, cómo ha adquirido una seguridad exultante, aplastante, sin paliativos. Ya no me mira, seguramente ya no me admira, pero yo disfruto de ver cómo él se come el mundo, ahora, ya, con los ojos ávidos.
Soy invisible ahora. Atravieso los pasillos de la facultad como alma en pena, sin que nadie repare en mí, en mis grietas, en mis heridas, mi sonrisa de ayer, mi pantalón nuevo, mi orgullo. Y me viene a la cabeza cuando era yo el estudiante, años ha, en la distancia y en el tiempo, cuando pisaba con fuerza los suelos marmóreos de la facultad de Granada, y todo era primavera para mí y todo era novedoso y frágil y atractivo para mí, y también yo descubría y amaba el mundo recién nacido con los ojos de par en par, con el alma de par en par y de vez en cuando —solo de vez en cuando— sentía pasar a mi lado, en los pasillos, una sombra esquiva, un fantasma o espectro o mentira que quizás me observaba, que asentía y aplaudía la transformación, la deriva inevitable.
Seres invisibles, oh profesores míos, a quienes nunca presté la más mínima atención.