Invisible

Ahora soy invisible. A sus ojos, lo soy, porque no me miran. Y eso tiene su ventaja: me ha sido concedido el don de observarles, de apreciar sin ningún tipo de interrupción cómo actúan, cómo evolucionan, cómo son. La chica que en primero estaba gordita y miraba siempre con timidez iba esta mañana por estos pasillos cuasivacíos, de fin de curso; sigue gordita pero, a diferencia de entonces, hay en sus ojos un algo seguro, unas chispas como de enamorada. Y yo creo que ama a otra chica. Ella pasa sin darse cuenta (porque soy invisible) de que yo puedo apreciar su madurez sobrevenida.

Fin de curso en la Facultad

Mi alumno de este año también ha cambiado. La primera vez que lo tuve delante era un niño, casi, todavía, con el cuerpecito delgado y los ojos abiertos sobre cada cosa que se cruzaba por su camino, con los ojos abiertos también sobre mí, porque entonces creo que sí me miraba, y hasta me admiraba, qué sé yo por qué razón. Ha pasado el tiempo y descubro cómo ha cogido algo de peso y, sobre todo, cómo ha adquirido una seguridad exultante, aplastante, sin paliativos. Ya no me mira, seguramente ya no me admira, pero yo disfruto de ver cómo él se come el mundo, ahora, ya, con los ojos ávidos.

Soy invisible ahora. Atravieso los pasillos de la facultad como alma en pena, sin que nadie repare en mí, en mis grietas, en mis heridas, mi sonrisa de ayer, mi pantalón nuevo, mi orgullo. Y me viene a la cabeza cuando era yo el estudiante, años ha, en la distancia y en el tiempo, cuando pisaba con fuerza los suelos marmóreos de la facultad de Granada, y todo era primavera para mí y todo era novedoso y frágil y atractivo para mí, y también yo descubría y amaba el mundo recién nacido con los ojos de par en par, con el alma de par en par y de vez en cuando —solo de vez en cuando— sentía pasar a mi lado, en los pasillos, una sombra esquiva, un fantasma o espectro o mentira que quizás me observaba, que asentía y aplaudía la transformación, la deriva inevitable.

Seres invisibles, oh profesores míos, a quienes nunca presté la más mínima atención.

José Tomás

José. ‘Al que dios engrandece’. Tomás. ‘Gemelo’, en hebreo. José Tomás. Cada vez que alguien lo dice me da vida. José Tomás. Me hace. José Tomás. Tumeis, para los amigos. José Tomás. Cada vez que alguien me nombra me sitúa en el tiempo. José Tomás. Me inventa. José Tomás. Me hace carne. José Tomás. Para meterse conmigo en el colegio, José Tomás Conde Drácula. José Tomás. Como el torero. José Tomás. Cada vez que alguien me mienta me ubica en el espacio. José Tomás. Una chincheta es mi nombre. José Tomás. Cuando era pequeño lo odiaba. José Tomás. Ahora lo amo. José Tomás. Mi compañero de viaje. José Tomás. Mi próximo personaje se llamará como tú. José Tomás. Conmigo estarás en la vasija que guarde mis cenizas. José Tomás. Grabado. José Tomás. En el lomo de los libros míos. José Tomás. Para siempre. José Tomás. El hermano que nunca tuve. José Tomás. Mi gemelo. José Tomás. Ni hombre palabra, ni hostias. José Tomás…

Como mi padre.

josetomas

Feliz cumpleaños

Dicen que cayó del cielo. La estrella más brillante cayó del cielo hace hoy cincuenta y nueve años. Dicen eso, y también que, en sus estertores, el astro caído iluminó unas partículas flotantes, invisibles hasta entonces para la humanidad. Fue tanta la admiración y la sorpresa por poder ver aquellas finas motas de paraíso, que los hombres no pudieron evitar pronunciar palabras nuevas, realmente nuevas, nuevas de verdad. Y se crearon de este modo combinaciones imposibles de sonidos que fueron entretejiendo un conjuro de amor. Los ríos comenzaron a llevar un agua distinta, más pura y reluciente, agua que llegó a los lugares más inaccesibles, bañó lo antes yermo, alivió la histórica sed, la histérica sed. Las flores brotaron de los tejados, de las sotanas y de las fraguas. Se vieron pájaros irisados atravesar las nubes y hasta abrirlas con su aleteo mágico. Una tormenta de belleza se hizo presente: los truenos sonaron a beso, el rayo hizo cosquillas y el relámpago fue un bautizo de champán.

Sucedió hace hoy, justo, cincuenta y nueve años. Pero nadie lo recuerda. No aparece en los libros ni se publicó en los diarios… y es normal. Porque hace hoy, justo, cincuenta y nueve años sucedió algo que lo eclipsó todo, algo aún más hermoso y definitivo: nació mi madre.

Carnaval (de Cádiz) y endorfinas

Por la calle, de camino al gimnasio, voy tarareando comparsas mentalmente.

Al salir, en mi regreso a casa, con la mochila al hombro voy tarareando chirigotas.

Agnosticismo, surrealismo y sauna

Esta semana he disfrutado de mi penúltima sauna finlandesa. No he faltado a la cita ni una sola semana desde que me quité la venda de la muñeca. Probablemente sea esta una de las cosas que más eche de menos cuando vuelva a España.

El caso es que esta última vez coincidí con un un finés cuyo padre, según me comentó, estaba haciendo estos días el Camino de Santiago. No sé cuál fue la secuencia exacta de acontecimientos, o quizás debería decir de palabras, pero lo cierto es que al poco tiempo estábamos enzarzados en una profunda conversación sobre el ateismo, el agnosticismo y la fe. En ese momento, la sensación era la de estar viviendo una escena de película, de estar protagonizándola más bien: dos desconocidos, desnudos, hablando sobre cuestiones tan etéreas, en un paisaje de maderos perfectos y piedras exhalando vapor.

Hay momentos en que sabes que estás en medio de una situación inusual. Te dices a ti mismo: «Esto es surrealista». Y también sonríes. Al llegar a casa, sin embargo, me di cuenta de que esa sensación es totalmente subjetiva. No estoy acostumbrado a las conversaciones profundas en la sauna… simplemente porque no estoy acostumbrado a la sauna. A buen seguro, aquel finés de padre peregrino habrá tenido conversaciones mucho más esperpénticas en la sauna. Y las habrá sudado mecánicamente, sin más divagación, antes de pasar por la ducha.