Escribir solamente sobre aquellas obras que te apasionan puede resultar agradable, pero muestra poco criterio. Lo cierto es que, en este aprendizaje peculiar de autores clásicos en el que me he enfrascado, me ha tocado leer una obra de Carmen Martín Gaite, Retahílas. Y tengo que decir que la he terminado, que no me ha disgustado del todo, pero que tampoco he disfrutado leyéndola.
Si tengo que destacar algo de la novela es que no esperaba un estilo tan personal, una estructura tan original. La historia la van tejiendo (nunca mejor dicho) dos hermanos que se van alternando para contar, de una manera algo caótica —imitando el fluir de conciencia o, en este caso, los vericuetos por los que nos conduce la conversación— la historia de su familia, los secretos y mentiras que existen en toda familia que se precie. Hasta ahí bien. Martín Gaite demuestra una maestría indudable en la narración sin apenas pausa que propone el libro; por otra parte, la profusión de detalles hace que no sea difícil de meterte en la historia, créertela, ver los lugares por donde pululan los protagonistas, la abuela enferma, el padre, la madre y el personaje más atractivo: esa hermanastra que apenas hablaba con los protagonistas y que se quedó, como alma en pena, como niña loba en la gran mansión donde ocurren todas las pequeñas cosas.
El problema de la novela soy yo. Mi falta de interés. Entiendo que está escrita a finales de los años 70 del siglo pasado. Entiendo que entonces había pocos sustitutivos para la lectura como opciones de entretenimiento. Entiendo que las imágenes no estaban tan en la sopa como hoy (y, en consecuencia, todo tenía que estar más descrito, para hacer visible la historia), pero para un lector actual la obra ofrece escaso valor como historia, como argumento. Parece que la autora se puso el objetivo de narrar una historia (cualquier historia, esta por ejemplo) así, con este juego de voces tan complicado de lograr. Por desgracia, yo no consigo sumergirme en la historia y olvidarme de la forma; en todo momento soy consciente de esa labor ingente que realizó la escritora y creo que no debe ser ese el objetivo del escritor.
A la escritura, como a los trajes, es mejor que no se le vean las costuras.
