Torre de Hanói

He crecido jugando al parchís, aprendiendo los gestos del mus, perdiendo al póker. He crecido en cada mano jugada hasta el final o interrumpida. He crecido montando una y otra vez los puzles que me regalaron Antes, resolviendo los sudokus, los crucigramas, los jeroglíficos del diario. He crecido entre el pilla-pilla y el escondite, aceptando las reglas de los otros, olvidando el poquino, el pollito inglés, el Monopoly, el tres en línea, el cuatro en raya (¿el cuatro en línea, el tres en raya?). He crecido resolviendo las palabras esquivas del ahorcado.

Cada resolución de un problema es el espejo de la vida en pequeñito. Como en los sueños, utilizamos los juegos como campo de operaciones, para ponernos a prueba, para ensayar las soluciones a los problemas grandes, los del Después.

Aprendí el juego de la Torre de Hanói mientras aprendía el juego de la Tesis. Me pareció el paradigma de las resoluciones de problemas. Un cubo de Rubik matemático, un enigma de lógica, sencillo y hermoso. Como todos esos juegos en que me apoyé en el tierno ajedrez de la pubertad: cuando más necesitados estamos de la seguridad y de la independencia.

'state of Zen' de shioshvili

He incluido una historia inspirada en el juego de la Torre de Hanói en mi nuevo libro de cuentos, para el que —dicho sea de paso— busco editorial.

Patera

Me ha gustado releer un texto que escribí en la adolescencia pensando en una hipotética novela sobre un amor imposible a ambos lados del estrecho de Gibraltar. Se iba a llamar Patera, y tenía mucho sentido escribirla en aquellos años en los que tantos inmigrantes se jugaban la vida intentando alcanzar el continente europeo. También tenía todo el sentido naufragar en el tono poético del texto que copio y pego aquí, no en vano la adolescencia es, más que ninguna otra, la época del amor frustrado. En fin, aquel proyecto se hundió como tantas otras cosas con el tiempo, pero rescato aquí la semilla de lo que nunca fue, porque me gusta, y porque para eso está la bitácora de un hombre palabra, ¡qué carajo!

Se mecían ya los astros en la noche. Era una como otra: fría, cerrada, soberana, altiva. El reloj se había cansado de dar las horas. (Las horas no pasan en la noche: es la noche la encargada de transportarlas mientras hibernan). El reloj musitaba para sus adentros unos rezos fúnebres, helados, desvelados, lúgubres. Pero era verano y la noche, como todas las noches era una noche quieta. Casi una noche muerta. Ahmed se medía la suerte cerrando los ojos y se preguntaba cuál sería el recipiente del amor. Cuando Ahmed estaba con Nayma el amor ocupaba el espacio que quedaba entre ambos y cuanto más se acercaban tanto más profundo y enorme el amor era. Pero ahora que se hallaban lejos el uno del otro, ahora que el aire que respiraba Ahmed no podía compartirlo con Nayma, ahora que la luna ya no era una sino que cada uno de ellos se asombraba de vislumbrar una luna distinta en una misma noche; el joven marroquí pretendía averiguar dónde se guardaba el amor hasta el próximo encuentro. No podía el amor estar en el aire: había demasiado aire. Ahmed se preguntaba si el amor se asentaba en los ojos del amante, si las pupilas eran dichosas de conservarlo hasta el siguiente roce. Pero no podían ser los ojos que grabaran la última imagen. Acaso la nariz de Ahmed sería el baúl del último manantial olfativo de Nayma, del último perfume árabe, rizado, blando, suave. Mas Ahmed dudaba: quizá el amor se había quedado en sus dedos, en su alejado jirón de piel envenenada por las yemas de Nayma. Entonces el joven marroquí se negaba a sí mismo. Su amor estaría en el cerebro. Sí, eso era lo más científico, lo más actual. Un cerebro guardián del amor, del contacto, del tacto, del albor. Sin embargo aún no estaba seguro Ahmed. Recurriría al mito del corazón, fiel receptor del sentimiento más grande según los románticos, los poetas, los profetas, los cánticos. Y sí. Cuando Ahmed a punto se acercaba al sueño llegaba a la conclusión, una vez más, que el amor que sentía por Nayma no era guardado por iris, nasos, uñas, pensamientos o sangre bombeada. Que ni siquiera su amor era custodiado por la memoria del último placer o caricia. Ya en la duermevela Ahmed se convencía de que el recipiente del amor era él mismo; él con su alma, su cuerpo y su mente. Él con su pasado, su futuro y su presente. Con su trabajo y con su descanso. Con su sueño y con su vela. Y que precisamente Ahmed no era más que eso: el envase del amor más puro y real que nunca antes se había llegado a sentir y que esa constituía su única y postrera función. Una vez más Ahmed comprendía que, como las horas, la quietud de la noche respondía al objeto de no mover el amor de sí mismo, de no distraerlo, de no perturbarlo o perderlo. Y una vez más se dormía con la tranquilidad de saberse aliado y protegido de una callada noche casi muerta.