He crecido jugando al parchís, aprendiendo los gestos del mus, perdiendo al póker. He crecido en cada mano jugada hasta el final o interrumpida. He crecido montando una y otra vez los puzles que me regalaron Antes, resolviendo los sudokus, los crucigramas, los jeroglíficos del diario. He crecido entre el pilla-pilla y el escondite, aceptando las reglas de los otros, olvidando el poquino, el pollito inglés, el Monopoly, el tres en línea, el cuatro en raya (¿el cuatro en línea, el tres en raya?). He crecido resolviendo las palabras esquivas del ahorcado.
Cada resolución de un problema es el espejo de la vida en pequeñito. Como en los sueños, utilizamos los juegos como campo de operaciones, para ponernos a prueba, para ensayar las soluciones a los problemas grandes, los del Después.
Aprendí el juego de la Torre de Hanói mientras aprendía el juego de la Tesis. Me pareció el paradigma de las resoluciones de problemas. Un cubo de Rubik matemático, un enigma de lógica, sencillo y hermoso. Como todos esos juegos en que me apoyé en el tierno ajedrez de la pubertad: cuando más necesitados estamos de la seguridad y de la independencia.
He incluido una historia inspirada en el juego de la Torre de Hanói en mi nuevo libro de cuentos, para el que —dicho sea de paso— busco editorial.